La Soledad del Ave Sin Plumas
En aquel instante, Sebastián sintió una voz que le dijo que ese era el momento. No entendía mucho, pues no podía ver, sus ojos aún no se abrían. Sin embargo, él simplemente sabía que debía presionar las paredes que lo contenían. Y así lo hizo, con todas sus fuerzas, estirando sus patas traseras y delanteras, su cola, sus alas y su cabeza, hasta que … ¡Crack!
El envoltorio que había sido su universo hasta ese momento se agrietó, generando ranuras por donde entró la luz de un hermoso día soleado y primaveral, y por primera vez escuchó sonidos, particularmente de agua correr y de cantos de aves. Semejantes percepciones primigenias le hicieron abrir los ojos y agudizar sus oídos.
Impresionado con todo aquello, trató de moverse y de pronto aquellas paredes se partieron en dos, quedando completamente expuesto, mientras entre sorpresa y sorpresa su nariz despertaba al deleite del aroma floral del entorno.
Y entonces sintió la agradable brisa fresca y también un poco de hambre. Su instinto le convocó a incorporarse, tarea que no fue para nada sencilla. Sus patas traseras, grandes, aún no lo sostenían bien, por lo que trató de ayudarse con sus pequeñitas y aún torpes patas delanteras, consiguiendo sólo girar varias veces unos metros, y finalmente se detuvo cabeza en tierra, con la suerte de que accidentalmente desenterró unas fresas y de inmediato, sin estar muy seguro de la razón, las colocó en su boca para goce de su paladar. Luego de comer todas las fresas que pudo, intentó de nuevo ponerse de pie, y se reinició la secuencia de giros, hasta que al chocar con un árbol, apoyando su espalda en él, finalmente lo consiguió, y con toda la adrenalina de la emoción inició sus primeros pasos.
Unos pasos que lo llevarían por los descubrimientos extraordinarios que el bosque le deparaba.
Fue de esa forma como, caminando por allí, maravillado con todo cuanto veía, entre trinar de aves una voz escuchó:
– ¡Oye tu! ¿Quién eres? O será mejor preguntar ¿qué eres?
Sebastián se asustó, era la primera vez que algo de lo que había visto hasta ese momento le hablaba, y además, estaba anonadado al apreciar que aquellos sonidos tenían significado y que él podía entenderlos. Y ensayó:
– Eh, ah, oh, pues no se exactamente. No hace mucho que estoy por aquí y tampoco se de dónde vengo, ¿me ayudarías a descubrirlo?
– Pues claro que si, dijo Lucas.
– Te mostraré de donde salí (Y Sebastián llevó a su nuevo amigo al sitio y le mostró).
– Eso es un huevo, más grande de los que he visto jamás, pero sin duda lo es. Eso quiere decir que eres un pájaro. Y veo que tienes alas. ¡Volemos!
Y con mas tropiezos que al caminar, seguidos de aparatosos aterrizajes forzados, su amigo le enseñó a volar y juntos admiraron paisajes hermosos. En eso fueron avistados por los demás miembros de la comunidad de aves, quienes se apresuraron a advertir a su hermano Lucas de alejarse de Sebastián, pues se trataba, según ellos, de un ser peligroso y malvado.
Todos comenzaron a agredir a Sebastián, primero con palabras como “feo”, “monstruo infernal”, y luego lanzándole piedras, que felizmente no lo herían, dada su piel dura, pero su corazón se sumió en la tristeza, y Lucas nada entendía de lo que pasaba.
– ¡Lucas! Tiene alas y nació de un huevo, pero no es un pájaro, no tiene plumas y lanza fuego por la boca.
– Yo no lanzo fueg…¡chis!!!!!! (decía Sebastián, cuando algo le hizo estornudar y casi calcina a todos los presentes).
Frente al miedo de todos, el mismo confundido y aterrorizado Lucas, le dijo que se fuera.
Desde ese entonces Sebastián anduvo solo y melancólico, sin entender siquiera su propia naturaleza, alejado de todos para a nadie dañar. Nunca más lanzó fuego y ciertamente se hizo la promesa de jamás hacerlo de nuevo. Y el tiempo pasó.
Avanzado el invierno, todas las aves del bosque padecían de mucho frío, no lograban encontrar comida bajo la nieve ni beber agua del río por el hielo que lo cubría, y sus nidos no impedían al gélido viento colarse.
La única voz en canto, a pesar de la tristeza, que se escuchaba por aquellos parajes, era la de Sebastián, quien siempre andaba en la añoranza de amigos. De pronto, el destino quiso que se encontraran todos, y al ver Sebastián el estado en que estaban las aves, sus lágrimas brotaron a sus ojos, y las miradas de pánico de los demás se transmutaron en compasión.
De inmediato Sebastián derritió con su fuego un gran espacio ocupado por la nieve, buscó varios leños e hizo una fogata extraordinaria, desenterró raíces y tubérculos, voló lejos y trajo frutas y flores para todos, y con su fuego derritió el hielo del rio, entibió el agua y la ofreció a beber. Y pensó: Ahora entiendo mi naturaleza, lanzar fuego no es malo, es la intención lo que me puede hacer peligroso.
Las aves, agradecidas y arrepentidas por haberlo prejuzgado de mala manera, se dieron cuenta que lo realmente peligroso y dañino no era el fuego de Sebastián, sino la incomprensión propia y la no aceptación de quienes son diferentes.
Desde ese día, Sebastián y las aves vivieron en armonía y felicidad, aunque el pequeño dragón no perdía las esperanzas de encontrar y compartir con otros como él, pues ni a sus padres conoció, a quienes imaginó solitarios, tristes e incomprendidos, y enseñarles que con amor siempre es posible vivir mejor.
Y Lucas, adivinando sus pensamientos, emprendió el vuelo junto a él.
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Muy bonito este cuento me encantó.
Gracias, espero hacerlo llegar a los niños. Saludos